Los argumentos sobre la herencia, la nutrición, el medio ambiente y el contagio se unieron en el potente marco cultural de una afección que, a principios del siglo XIX, mataba a uno de cada cinco europeos.
En lugar de matar a miles de manera rápida y salvaje, la tuberculosis mató a sus víctimas lentamente, debilitando sus cuerpos y agotando sus mentes. Los antiguos nombres de la enfermedad -consunción y tisis- reflejan la forma en que parecía destruir el cuerpo desde dentro. La tuberculosis era por excelencia una enfermedad que afectaba a todo el cuerpo, parecía socavar la fuerza hasta agotar la vida.
En 1819 el médico francés René Laënnec volvió su mirada clínica, afilada en los hospitales de París revolucionaria, hacia esta enfermedad. Laënnec argumentó que una diversidad de enfermedades eran el resultado del mismo tipo de lesión en diferentes tejidos: escrófula en los ganglios linfáticos del cuello, consunción en los pulmones y el mal de Pott en la columna vertebral.
20 años más tarde el médico alemán Johann Lukas Schönlein denominó estas lesiones tubérculos, y la enfermedad que provocaban la tuberculosis.
Al cabo de una generación los médicos occidentales estaban utilizando el estetoscopio de Laënnec para diagnosticar a sus pacientes de tuberculosis, pero sus pronósticos permanecieron sombríos. Casi la mitad de los diagnosticados morían a los 20 años de edad, y la mortalidad aún era mayor entre las mujeres, quizás debido a la tensión fisiológica del embarazo, tal vez porque los hombres tendían a recibir los mejores alimentos disponibles.
En marzo de 1882, el bacteriólogo alemán Robert Koch anunció a la Sociedad Fisiológica de Berlín que había identificado la bacteria causante de la tuberculosis, la Mycobacterium tuberculosis. El trabajo de Koch se adoptó en toda Europa y los Estados Unidos, y para finales del siglo XIX la mayoría de los médicos aceptaban que la tuberculosis era una enfermedad infecciosa. Pero las ideas más antiguas continuaron apareciendo en los debates sobre la enfermedad, la mayoría en relación a algún componente hereditario.
Y aunque el trabajo de Koch estableció un consenso sobre la causa de la tuberculosis, su tratamiento -la tuberculina, un extracto de glicerina de la bacteria, anunciado en 1890- se mostró rápidamente ineficaz. A finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX empezaron a aparecer sanatorios en las regiones rurales de los países occidentales, algunos ofreciendo la terapia de luz iniciada por el médico danés Niels Ryberg Finsen, otros utilizando la cirugía para “relajar” el pulmón infectado al colapsar.
Aunque la tuberculosis comenzó a declinar a finales del siglo XIX -probablemente como consecuencia de una mejora en la nutrición y las condiciones de vida de la población urbana más pobre- el estigma asociado al diagnóstico aún alentaba a médicos y pacientes a ocultarlo, provocando que estadísticas de la enfermedad siguieran estrechamente vinculadas a la pobreza.
A principios del siglo XX, algunos pesimistas se preguntaban si la humanidad sufriría una especie de tuberculosis colectiva, una lenta degeneración en lasitud e irrelevancia. A mediados del siglo XX, estos temores parecían infundados, ya que la tuberculosis retrocedía gracias a la investigación en salud pública e investigación clínica. La acción contra la tuberculosis bovina, la pasteurización de la leche y la introducción de una vacuna, el bacilo Calmette-Guérin, en 1920, contribuyeron a reducir las tasas de transmisión. El antibiótico estreptomicina, desarrollado en los Estados Unidos y comercializado a partir de 1946, proporcionó el primer tratamiento eficaz de la enfermedad. La terapia combinada con isoniazida y ácido paraaminosalicílico resolvió inicialmente el problema de la resistencia a la estreptomicina y resultó tan exitosa que se cerraron sanatorios alrededor del mundo.
Sin embargo, las esperanzas de erradicar la tuberculosis han resultado ser prematuras. Las tasas de infección empezaron a aumentar de nuevo en la década de los años 80, y han aumentado constantemente desde entonces. Han aparecido cepas resistentes a múltiples fármacos han surgido en todo el mundo. Mientras muchos países siguen luchando contra la pobreza, la migración y la financiación de los servicios de salud, este problema parece que sigue empeorando.
Artículo original: The Lancet